En Chile, desde hace tiempo se anuncia que el nuevo sistema de transporte público, Transantiago, ya viene y que está condenado al fracaso, ya sea por ineptitud de quienes fraguaron el plan, de quienes lo implementarán, o simplemente, porque no está alineado con nuestra “cultura nacional”.
La complejidad y envergadura de las grandes ciudades, plantean desafíos enormes. De allí que toda iniciativa conducente a resolver sus problemas sea de interés monitorear lo que ocurrirá para aprender y extraer las conclusiones que sean pertinentes.
El tema del transporte público en Santiago, y en todo el país, está muy lejos de tener las características que nos merecemos. Ineficiente, contaminante, incómodo, no resulta una alternativa atractiva. En vez de desincentivar el uso del automóvil, lo incentiva, promoviendo soluciones individuales. Esta es la realidad que desde hace años se vive en el país. Para el nivel de ingreso per cápita que tiene el país, esto ya no se sostiene.
Esto de que una micro pare en cualquier parte y cuando a uno le de la gana; o esa avivada criolla de “me lleva por cien pesos”; que el chofer conduzca y al mismo tiempo cobre, no se sostiene en ningún país. O que todas las micros atraviesen la ciudad de un extremo a otro pasando por el centro: en Santiago por la Alameda; en Talca por la 2 Sur; en Arica por 18 de Septiembre.
Estas costumbres tan arraigadas no se pudieron alterar ni en tiempos del innombrable, quien ni siquiera hizo el intento por abordarlo para no comprarse problemas gratis. Sin embargo, el crecimiento de la ciudad y sus altos niveles de contaminación, han obligado a los gobiernos de la Concertación a enfrentar a fondo el sistema de transporte público.
Años atrás se hizo un intento cuando se procuró que los conductores se limitaran a conducir y los pasajes se emitieran automáticamente mediante máquinas que recibían monedas y billetes. Fue un sonado fracaso, ya sea porque no todas las micros tenían tales máquinas, porque muchas de ellas no funcionaban o funcionaban mal, o porque los pasajeros –nosotros- preferíamos pasarles las monedas a los choferes y éstos las metieran en las máquinas, o porque no teníamos sencillo.
En esta ocasión no se puede fracasar, pero para ello es indispensable la colaboración de todos los involucrados. Se trata de un desafío, no solo para el gobierno, sino que para todos sus actores –pasajeros, conductores, empresarios, autoridades-, quienes deberán poner la mejor voluntad para salir airosos. Una prueba de fuego, en el que partir del 10 de febrero podremos saber si estamos en condiciones de abandonar un pasado representado por el actual sistema de transporte público, e ingresar al desarrollo simbolizado por un transporte público más eficiente.
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